Fábula: "El ratón y la rana"
Esopo
Un ratón de tierra se hizo amigo de una rana, para desgracia suya. La rana,
obedeciendo a desviadas intenciones de burla, ató la pata del ratón a su propia
pata. Marcharon entonces primero por tierra para comer trigo, luego se acercaron
a la orilla del pantano. La rana, dando un salto arrastró hasta el fondo al
ratón, mientras que retozaba en el agua lanzando sus conocidos gritos. El
desdichado ratón, hinchado de agua, se ahogó, quedando a flote atado a la pata
de la rana. Los vio un milano que por ahí volaba y apresó al ratón con sus
garras, arrastrando con él a la rana encadenada, quien también sirvió de cena al
milano.
Toda maldad se paga.
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Fábula: "La gallina de los huevos de oro"
Esopo
Tenía cierto hombre una gallina que cada día ponía un
huevo de oro. Creyendo encontrar en las entrañas de la gallina una gran masa de
oro, la mató; mas, al abrirla, vio que por dentro era igual a las demás
gallinas. De modo que, impaciente por conseguir de una vez gran cantidad de
riqueza, se privó él mismo del fruto abundante que la gallina le daba.
Es conveniente estar contentos con lo que se tiene,
y
huir de la insaciable codicia.
_________________________Fábula: "El buey y el mosquito"
Esopo
En el cuerno de un buey se posó un mosquito.
Luego de permanecer allí largo rato, al irse a su vuelo preguntó al buey si
se alegraba de que por fin se marchase.
El buey le respondió:
-Ni supe que habías venido, ni notaré cuando te vayas.
A veces no somos tan importantes como
creemos.
_________________________Fábula: "Los dos perros"
Esopo
Un hombre tenía dos perros. Uno era para la caza y otro para el cuido. Cuando
salía de cacería iba con el de caza, y si cogía alguna presa, al regresar, el
amo le regalaba un pedazo al perro guardián. Descontento por esto, el perro de
caza lanzó a su compañero algunos reproches: que sólo era él quien salía y
sufría en todo momento, mientras que el otro perro, el cuidador, sin hacer nada,
disfrutaba de su trabajo de caza.
El perro guardián le contestó:
-¡No es a mí a quien debes de reclamar, sino a nuestro amo, ya que en
lugar de enseñarme a trabajar como a ti, me ha enseñado a vivir tranquilamente
del trabajo ajeno!
Que tus mayores te enseñen un trabajo digno
para afrontar tu futuro.
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"Diez millones de automóviles"
Ramón Gómez de la
Serna
El orgullo de la gran
ciudad se había cumplido por fin. Ya tenía diez millones de
automóviles.
Casi nadie pasaba por las
calles y las aceras se habían suprimido. A lo más en algunas vías de la ciudad
habían dejado una especie de alero para peatones
desgraciados.
Pero aquella tarde de un
domingo estival, caracterizado por una atmósfera pesada, los gases de los diez
millones de automóviles intoxicaron toda la ciudad y los turistas que llegaron
en la madrugada se encontraron con el triste espectáculo de todos los habitantes
raseros de las calzadas, caídos en los sofás de sus coches, catalepsiados para
siempre por la asfixia.
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Ana María Matute (España, 1926)
El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
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"El niño al que se le murió el amigo"
Ana María Matute (España, 1926)
Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
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